Enrique Escrivà Vicens

Quién te puso Salvaora

Quien te puso Salvaora

qué poco te conocía.

El que de ti se enamora

se pierde pa toa la vía.

Manolo Caracol, La Salvaora

Los primeros años de mi vida transcurrieron en el barrio de Sant Francesc, concretamente a la finca del cementerio viejo. Allá pasé mi infancia y viví de pleno el crecimiento del barrio, impulsado en aquella época por la gran fuerza que adquirieron los famosos ladrillares.

Aunque actualmente ya están casi todas cerradas, y en un desafortunado estado de abandono, las fábricas nos dejaron su herencia con las chimeneas que todavía podemos apreciar en la actualidad. Oliva en conserva un buen puñado, utilizadas en aquel momento para la evacuación del humo que generaban los hornos, y que son, sin lugar a dudas, el elemento más significativo de todo aquel proceso de industrialización.

La fabricación de baldosas se convirtió en una actividad productiva que propició la creación de muchos puestos de trabajo y la consiguiente llegada en el pueblo de decenas de familias recién llegadas que buscaban un mejor bienestar en el rescoldo de la creciente industria. Muy probablemente, su éxito radica en que el proceso de elaboración de baldosas dependía de una elevada participación de obreros y profesionales, que aseguraban la calidad del producto final. Hoy en día, arquitectos, aparejadores, ingenieros o constructores, todavía no han sido capaces de inventar nada que reemplazo aquel sistema de edificación, es decir, la disposición de un rastro de baldosas sobre otro para levantar un edificio.

Con la baldosa, los hombres y mujeres pusieron los cimientos de un barrio que los permitió construir su futuro. Ahora ya queda muy poco, por no decir prácticamente nada, de todo aquel tejido empresarial que hacía hervir el barrio y el pueblo. Fábricas como por ejemplo las de los Tuberos, Pons, los Hermanos Navarro, la viuda de Pons, hermanos Tercera, Benimeli, hermanos Arlandis, Salvador Tercera, hermanos Sempere, Luis Chorro … y también, fuera del núcleo del paseo de Els Rajolars, la fábrica de Miguel Arlandis a la carretera de Pego. En algunos casos, sus antiguos edificios se han reconvertido para albergar otros tipos de industria, o están en escombros o simplemente han desaparecido.

Mi padre, Enrique Escrivà, desde 1965 hasta su jubilación, fue chófer de un camión Pegaso Comete en la fábrica de los Hermanos Navarro, conocida popularmente como La Salvaora. La procedencia del nombre es, quizás, una de las anécdotas más peculiares, y a la vez desconocidas, de todas las que rodean la historia de Els Rajolars oliveros. Por el que se sabe, y contaban algunos testigos, Oliva recibió el 1956 la visita de Manolo Caracol y Lola Flores, que entonces triunfaban por todo España al compás de La Salvaora. La pareja ofreció una actuación musical muy concurrida en el Cine Lírico, o de Leonardo, propiedad de la familia Navarro Mas, y que generó una posterior visita de ambos artistas a la nave industrial, todavía pendiente de apertura. Ante la incógnita que rodeaba el nombre de la futura fábrica, la Faraona se mostró muy firme y contundente: «¿púas cómo se va a llamar, si no? ¡La Salvaora!». Y así fue como la empresa de los hermanos Navarro, Antonio y Vicente, quedó bautizada y conocida por siempre jamás.
Durante aquellos tiempos, yo pasaba el verano arriba del Pegaso Comete, matrícula de Madrid, bajando y subiendo hacia la mina para recoger la tierra con que se llenaba el cubierto para fabricar baldosas en los veranos e inviernos. Y de vez en cuando, algún viaje en València con el camión cargado de bardos; mi padre me asustaba, irónicamente, diciéndome que en la entrada de la capital me harían mordisquear el hueso.

Eran veranos inolvidables porque por la noche, alrededor de mi calle, Caballo Bernat, a la puerta de can la tía Asunción, los vecinos sacaban el helador y todos compartíamos el agua-limón fresca. Mientras tanto, los más pequeños jugábamos y jugábamos hasta la extenuación a las patas, las chapas, y al «caballete al amo». Por la mañana, escuchábamos las sirenas de las fábricas cuando se ponían en marcha, y los camiones que subían a cargar baldosas. Era un bullicio que no paraba hasta que llegaba la noche. Así como el barrio en su conjunto, impregnado de actividad comercial por todas partes. En la memoria, entre otras, queda el recuerdo de la ruta que yo más utilizaba para ir al instituto. Lugares emblemáticos como el bar París, bar Nuevo, bar Los Angeles. La carnicería de Pascual y Lola, y la de las Currutaques. La tienda de Remediets y la de Maria la Barreras. La vaquería del Sevillo, la carpintería de Francisquet y el taller de camiones de la fábrica de Pons. Dorita y Augusto, que vendían vino. Los hornos de Angel Cuesta, el de Alcaraz y el de la Beltrana. La tienda de llumi, y la de Maria la Mesa. La tintorería Iris y la de la tía Pura. Miguel de la Ensortija, que hacía azulejos en la calle del Niño. Emilio, arreglando radios, y su antena de radioaficionado. El hotelito de la carretera donde se podía comprar el diario o cambiar las novelas de vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía … En definitiva, comercios de todo tipo que jugaron un papel esencial en la dinamización del barrio.

A estas alturas ya no queda casi nada de todo aquel conglomerado. Muchas veces voy al barrio, mi barrio, paseo sin prisa y todavía me parece ver a la gente sentada en medio de la calle, tomando la fresca en verano. A mi uela vendiendo judías de careta, melones y tomates; a mi uelo durmiendo a la puerta de casa, abierta de par en par, con un colchón de paja. A Don Fernando Tur, rector de Sant Francesc, a quién acompañé como monaguillo, dando la comunión a los enfermos. En fin, muchos recuerdos, y tantos sentimientos como para llenar un libro, porque hay que devolverle en las calles aquello que ellos nos regalaron.

Las chimeneas ya no humean, pero en mi ninguno, y especialmente en el coro, continúa vivo el recuerdo de las personas con quién compartí tantas cosas buenas, y aprendí muchas más. Sant Francesc continúa siendo un barrio vivo y los que lo estimamos, sin objeción, lo guardamos como un tesoro.